La economía del tiempo malgastado.
Ya estamos reincorporados al ritmo de la sociedad trabajadora, es decir, levantarse cada día a las siete de la mañana, acudir a tu lugar de trabajo, aguantar a tu jefe y a la gente que te rodea (malas leches, humores matinales, chistes malos, etc.), el sueño invade tu cuerpo y según en qué ocasiones, necesitarías una biga para poder soportar el peso de tus párpados que según pasa el tiempo aumenta a la velocidad de la luz. Y no es que te estresen ni que te aburras, sino que el sueño invade todo tu cuerpo, y llegas al punto en el que ya no escuchas, tan solo oyes mientras flotas en el fantástico mundo de “mosca que vuela, mosca que me distrae”
La culpa de este sueño insostenible la tienen esos programas basura, término muy empleado últimamente, y es que la rutina, la costumbre de después de cenar ya no es fumarse el cigarrillo, como hasta eso lo han prohibido, y si lo haces es habiendo encendido primero esa tonta caja negra o gris, y desconectando así del mundo que te rodea para realizar una profunda inmersión en los problemas de la familia Ostos, o para ver la patraña de programa del Gran Marrano y para emocionarte con los chicos de Operación Truño. Pero estos programas no son lo peor, ya que hay uno que los supera con creces, y se emite en laSexta, la televisión del mundial, ya sabéis: Opá, Opá ‘amos pa’l mundial, el último detrito televisivo: “Pocholo en Ibiza”. En él se relata audiovisualmente la vida que lleva Pocholo Martínez Bordiú. Pero lo más gracioso es que el otro día leí en el periódico, que tras dos meses de emisión, el personaje en cuestión había alegado, tras ver el último capítulo, que su programa no aportaba nada al espectador y que quería dejar de hacerlo, supongo que lo ofrecerían más dinero porque todavía se emite, aunque desde mi punto de vista, más que no aportar nada, da como una especie de rabia contenida en torno al pensamiento que te genera el ver como este personaje se levanta cada día a las doce, una, dos del mediodía habiendo pasado toda la noche de fiesta y encima habiendo cobrado por ello, sabiendo que tú, al día siguiente, bien prontito por la mañana, deberás levantarte para ir a ganarte el pan con el sudor de tu frente.
Lo más fuerte de todo es que aunque ciertas cosas te indignen, y seas consciente del estropicio cerebral que te produce el ver semejantes birrias, lo haces no sin antes marcarte una hora límite para terminar con la ya más que citada destrucción neuronal e irte a dormir. Lo malo es que este límite impuesto con rigor avanza en cuanto a que el reloj lo hace:
Primero son las once y media, pero cuando llega el momento, lo pospones hasta las doce, luego hasta la próxima pausa publicitaria, y más tarde, pensando en que ya está a punto de terminar, hasta el final, siempre apelando a la suerte para que cuando lo que estás viendo termine no te enganches a la pamema que pongan a continuación.
Total, en resumen, acabas prolongando el secado de cerebro hasta horas insospechadas de bien entrada la madrugada, poniéndole la más esmerada de tus atenciones para no perder un detalle, perdiendo así, las horas que el sueño merece.
La culpa de este sueño insostenible la tienen esos programas basura, término muy empleado últimamente, y es que la rutina, la costumbre de después de cenar ya no es fumarse el cigarrillo, como hasta eso lo han prohibido, y si lo haces es habiendo encendido primero esa tonta caja negra o gris, y desconectando así del mundo que te rodea para realizar una profunda inmersión en los problemas de la familia Ostos, o para ver la patraña de programa del Gran Marrano y para emocionarte con los chicos de Operación Truño. Pero estos programas no son lo peor, ya que hay uno que los supera con creces, y se emite en laSexta, la televisión del mundial, ya sabéis: Opá, Opá ‘amos pa’l mundial, el último detrito televisivo: “Pocholo en Ibiza”. En él se relata audiovisualmente la vida que lleva Pocholo Martínez Bordiú. Pero lo más gracioso es que el otro día leí en el periódico, que tras dos meses de emisión, el personaje en cuestión había alegado, tras ver el último capítulo, que su programa no aportaba nada al espectador y que quería dejar de hacerlo, supongo que lo ofrecerían más dinero porque todavía se emite, aunque desde mi punto de vista, más que no aportar nada, da como una especie de rabia contenida en torno al pensamiento que te genera el ver como este personaje se levanta cada día a las doce, una, dos del mediodía habiendo pasado toda la noche de fiesta y encima habiendo cobrado por ello, sabiendo que tú, al día siguiente, bien prontito por la mañana, deberás levantarte para ir a ganarte el pan con el sudor de tu frente.
Lo más fuerte de todo es que aunque ciertas cosas te indignen, y seas consciente del estropicio cerebral que te produce el ver semejantes birrias, lo haces no sin antes marcarte una hora límite para terminar con la ya más que citada destrucción neuronal e irte a dormir. Lo malo es que este límite impuesto con rigor avanza en cuanto a que el reloj lo hace:
Primero son las once y media, pero cuando llega el momento, lo pospones hasta las doce, luego hasta la próxima pausa publicitaria, y más tarde, pensando en que ya está a punto de terminar, hasta el final, siempre apelando a la suerte para que cuando lo que estás viendo termine no te enganches a la pamema que pongan a continuación.
Total, en resumen, acabas prolongando el secado de cerebro hasta horas insospechadas de bien entrada la madrugada, poniéndole la más esmerada de tus atenciones para no perder un detalle, perdiendo así, las horas que el sueño merece.
Buenas noches y hasta mañana.
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